Necías E. Taquiri Y.
Cuando en los ambientes de la Corte Superior de Justicia, y en sus instancias inferiores, observamos cómo la gente (cierta gente, por cierto, pero numerosa), por quítame esta paja, está que confía en que sus señores jueces les dé la razón, en perjuicio obviamente de la otra parte, porque los fallos no pueden dejar satisfechos a ambos contrincantes, pienso ‘hasta qué punto nos hemos degradado los hombres, como para haber perdido la capacidad de confiar entre nosotros, con diálogo entre las partes, civilizadamente y ,claro, con sujeción a la verdad.
Ex esposos que habiéndose amado posiblemente en alguna ocasión, procreado hijos, invertido tiempo, trabajo y dinero para adquirir bienes, por propia voluntad, de pronto empeñados en hacerse daño mutuamente, de demostrar lo indecible, en el afán consiguiente de encarcelar al otro o a la otra, y quedarse o con los bienes, con la pensión mensual o aunque sea con el capricho satisfecho de haberlo ‘castigado’. ¡Cómo, se preguntará la gente común que no cae en la casa del jabonero, pueden dos personas que han hundido una misma almohada, con la misma pasión, pueden blandir cuchillos o buscar veneno para eliminarse de esa relación de modo tan animal o puramente animal!
Pero, si bien el ejemplo anterior puede justificarse con el argumento, entonces, de que son reacciones lamentablemente pasionales, por lo tanto ‘comprensibles’ dado a que aun los seres más inteligentes y civilizados se animalizan, se bestializan, se descontrolan, se encaprichan, etc., de ninguna manera podríamos cubrir con el manto de esa ‘comprensión’ (pasional), los otros líos que entre hermanos, padres e hijos, compañeros de trabajo, correligionarios, partidarios, camaradas o militantes de un partido, los judicializan con los fines y objetivos arriba descritos.
Anteriormente, cuando la sociedad humana en general aún no había sistematizado las reglas de juego para proteger los derechos y los deberes de sus integrantes, éstos recurrían al valor de la palabra empeñada, a los términos de los documentos descritos entre ambas partes sin la intervención de terceros, los señores jueces no eran casi necesarios, por cuanto servían sólo para los excesos o casos extremadamente complejos, con la celeridad del caso, intervenían para pronunciar la última palabra. Y ahí se acababa el problema. Las comunidades andinas son un claro ejemplo de cuanto estamos aquí refiriendo.
En cambio, ahora se observa que se recurre al juez –insistimos- porque nos miraron mal, porque en momentos de ira nos mandamos un par de carajos, porque el albañil se pasó tres centímetros de espacio en el terreno del vecino hasta por casualidad y por torpeza o ignorancia, porque el perro del vecino de enfrente defecó en mi puerta, porque el jefe hizo descontar una tardanza, porque no saludó el subalterno a quien regenta una acción o una institución, porque sí, porque no, por cualquier tontería.
¿Consecuencia? ¡Miles de procesos convertidos en igual número de expedientes en las instancias del Poder Judicial que marchan tan lentamente, confirmando el dicho común pero sabio: ‘el mejor juicio es el que se evita o el que no se inicia’! ¿Cuánto duran los juicios? ¿Cuánto cuestan? ¿Qué beneficios inmediatos y qué tranquilidad emotiva alcanza un proceso de esta naturaleza, supuestamente civilizada, rápida, humana, si por añadidura se entrometen personajes formados en interpretación de las normas, acción que supone tiempo, maña, estudio, escritos de ida y vuelta, porque estos cuerpos defensoriales o de asesoría son, en lo mínimo, dos?
Conclusión: los seres humanos no estamos avanzando mucho en humanismo, si bien los mismos hombres desarrollamos como especie la ciencia y la tecnología. Diríamos inclusive que hemos retrocedido, que estamos animalizándonos, aunque sea porque la desconfianza se ha apoderado socialmente de nuestras almas.
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