Necías E. Taquiri Y.
La envidia es, según Napoleón, una declaración indiscutible de inferioridad; es mil veces más terrible que el hambre, porque es hambre espiritual, según Miguel de Unamuno; un millón de veces más lapidaria que el fracaso personal reconocido; un corazón envenenado por la vergüenza de haber sido ganado por todo el mundo, o por cualquiera; una pobre resignación del que sabe que siendo cerdo jamás volará, ni siquiera a la altura del vuelo de las culebras, luego de haberse cansado de reptar e ir mordiendo a sus semejantes.
Por eso, hay que decirles compasivamente a los envidiosos, si alguna vez nos encontramos cara a cara y pueden éstos sostener nuestra mirada sin clavarla en el suelo, lugar en que se encuentran sus almas, aunque sus cuerpos estén rodando en sus cuatro por cuatro: que sigan nomás cavando sus tumbas sociales hasta donde puedan, y que a nosotros nos sigan viendo cómo ascendemos hasta las estrellas, con mayor facilidad cuanto más limpias tengamos la conciencia, con una liviandad inacabable, incluso cuando ya no quede vida en nuestros cuerpos.
Por lo demás, no merecen ninguna atención los envidiosos, por mucho que elaboren cada insulto en cada recodo, en contra nuestra. Si todos tirásemos la pita en la misma dirección, o en la dirección que quisieran los envidiosos que tiremos, el mundo volcaría, y eso no lo podemos pensar los librepensadores, así se mueran rogándonos los envidiosos, porque éstos no son hombres ni mujeres, ni identidad sexual poseen, son apenas sombras.
Podemos y debemos estar en relaciones francas, horizontales, amicales, fraternales, sociales, políticas, deportivas, religiosas, etc., todos los hombres que vivimos dentro de la misma sociedad, porque ella es la morada general de, incluso, los que nos resulten adversos ideológicamente (porque el mundo es de todos), hasta el extremo de abrazarnos calurosamente con los enemigos francos, antes continuar con nuestra mutua confrontación, porque son usos de la guerra y de la decencia en medio de la pugna; pero, no tenemos ni debemos relacionarnos jamás con los envidiosos, porque siendo éstos solamente sombras o hienas o buitres, que en el momento menos pensado son capaces de clavarnos un puñal, impelidos por su incompetencia de medirse con nosotros con reglas limpias y a la luz del sol, hay que mantenerlos nada más que lejos, como apestados que son socialmente, por no reconocer méritos ajenos. “Hay que guardarse bien de un agua silenciosa, de un perro silencioso y de un enemigo silencioso” (el envidioso), como dice un proverbio judío.
En el amor es donde se han concentrado mayormente los envidiosos, con formas envidiosas de haber engendrado otros ‘pecados capitales’, entre ellos el asesinato por celos; en el deporte también, porque los que no pueden igualar a los que son superiores, fácilmente pueden caer en el resentimiento y la acusación de cualquier naturaleza extradeportiva; en la empresa, ni qué decir, porque la competencia es caníbal, y los envidiosos recurren a cualquier recurso neoliberal; en el periodismo, ahora último, porque cuando no se puede competir con calidad, se ‘compite’ con insultos, persecución, sensacionalismo y amarillaje. Rascándose los bolsillos, los fracasados de la profesión imaginan que el colega triunfador debe tener billeteras abultadas, y bajo esa premisa odian el éxito de los demás y los enrostran de comprados, de afortunados, de privilegiados, que ellos igualmente creen que nunca van a llegar a alcanzar. Craso error, porque los fantasmas que ellos crean, no son sino fantasmas, y si con ellos se asustan, ¿para qué crean sus cucuchas?
Yo he sentido de niño una envidia sana (creo les conté alguna vez). Quise ser cura para salvar a los pobres de sus dificultades. Con mi pronta madurez, aprendí que sin ser cura y con solo ser periodista, se puede servir más que diez de ellos. Y estamos satisfechos de haberlo logrado.
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