viernes, 7 de octubre de 2011

SOBRE LA MUSICA Y SOBRE EL RUIDO, ¡REFLEXIONEMOS!


Necías E. Taquiri Y.

Me obsequiaron los discos de Kítaro, un excelso de la música japonesa que toca los instrumentos como si tuviera diez manos, habiéndome prodigado así un fondo extraordinario para mis estudios, relajamiento y descanso espiritual, cada vez que los toco. Estos ritmos no tienen límites, ni tiempo, ni mensajes mercantilizados, salvo el idioma universal que nos trasporta por los linderos del infinito.

Pero de eso, que por supuesto puede uno escucharlo en la amplitud de su casa, a lo más, a que a uno le rompan el alma cuando con el pretexto de presentación musical ensordece media Huamanga, con parlantes colocados a lo bestia (o sea a decibeles exagerados) en las inmediaciones del Estadio Ciudad de Cumaná, es un asunto sumamente diferente, que aquí queremos criticar, por cuanto los promotores, los sonidistas (‘ruidistas’, habría que llamarlos), los que otorgan la licencia y los gendarmes que cuidan la seguridad, no tienen el mínimo derecho de atribuirse destrozándonos los nervios.

Y para mi mala suerte, allá donde vivo –supuestamente un lugar apacible, relativamente urbano marginal o de la parte rural de Huamanga, en San Juan Bautista-, se han instalado unos señores que deben creer en algún dios no católico pero bullanguero, porque sus creyentes igualmente instalan esos parlantes tipo campana que emiten un sonido chusco a todo volumen, como si creyeran que porque son creyentes, también nosotros debemos soportar su anti-música. Y no hacen bulla en sus templos, con sus extorsiones corporales acompasados con este ruido hasta llegar al paroxismo, sino en la esquina, como quien dice ‘aféctese a propios y extraños’.

¿Querrán demostrar estos cristianos, que cantando fuerte y ayudados por esos ordinarios parlantes, van a salvar sus almas? A lo mejor, sí, porque han volteado las letras de casi todas las canciones populares, vernaculares, tropicales, románticas, modernas y estruendosas que los muchachos repiten como locos en las discotecas sin entender ni pío de lo que dicen sus letras, que si APDAYC se diera tiempo y maña para fiscalizarlos e imponer multas, sacarían pingües ganancias para la disquera y para sus bolsillos, por los denominados derechos de autor, difusión y todo eso.

Es una degeneración de tan excelsa arte que se amontona con los que emplean música para publicidad, su otro uso desmedido. Dicen que estos religiosos, estimulan así la concentración mental de sus recientes miembros, mientras en sus discursos van mitigando la espera, al mismo tiempo que para tranquilizar el alma. Si lo lleváramos al campo de la reflexiología, estaríamos siendo testigos de su exacta aplicación condicionada, tal como hacen las vaqueras para ordeñar vacas, los médicos para sedar al paciente, los domadores para apaciguar a las fieras o los expertos en teología para espantar fantasmas.

Total, cada quien es dueño de condicionar a los suyos, a los animales o a sus almas encabritadas, utilizando la música, o lo que fuere, siempre y cuando no implique a los otros en sus experimentos o manifestaciones de fe. El que quiere hacer espectáculo utiliza la música y está bien; el que organiza un bingo, el que quiere comprar o vender chatarra, igualmente, como les dé la gana; pero, nadie, ni el Papa, el cura o el vendedor de chucherías tiene patente de corso para no dejarnos dormir, no dejarnos descansar o trabajar en nuestras casas, poniendo esos ruidos a todo volumen. Esa es nuestra única disconformidad.

Salvando esas observaciones, por la salud mental de los ayacuchanos, por la no contaminación del medio ambiente, que sigan nomás con sus: ¡Oh Señor!, Mi Jesús, Amén, Alabaré-Alabaré, Aleluyas y otros gritos de guerra contra el diablo. Habiendo tantas iglesias de todos los tipos en nuestro medio, señor alcalde, señor director de cultura, señor abogado defensor del pueblo, señores del FREDEPA, señores ecologistas, obispos, sálvennos de este problemas, y cállenlos ya, por favor, cállenlos.

Los que estén bailando cerca al estadio o los que están rezando en el templo, sigan nomás gozando de la música, pero en locales que no permitan el escape del ruido, a menos que como dice algún pensador, inspirado por Satanás o no sé qué diablos más, estén empeñados en destruir el arte de la música, la más sublime de las creaciones humanas. Si con esta opinión daño sensibilidades, mil perdones, estamos simplemente defendiendo la salud pública. O, tal vez, estamos en la campaña mundial que dice: ¡dejen en santa paz a la música, de una buena vez!

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