Necías E. Taquiri Y
Un letrero que decía exactamente “se necesita gasfitero” no surtió efecto alguno. Habían pasado dos semanas y nadie concurría ni para preguntar cuánto pagaban. En cambio, cuando se colocan letreros que dicen: “se necesita peones”, “empresa busca socios”, “se necesita muchacha” (aunque esté escrito: “si nesecita mochacha”), amanece una larga cola de hombres y mujeres de todas las edades, con o sin experiencia en la materia, pero deseosos de hallar colocación laboral.
En este caso, el gasfitero no llegaba y el dueño de la vivienda desesperaba. El asunto consistiría en que ubique el tubo de agua roto en algún punto de la casa, debajo del piso de cemento, y lo arregle. Pero, nada. Entonces, recordando que en ocasión reciente había visto que cuatro empleados de EPSASA reparaban semejante ‘problema’ en la vereda institucional, solicitó que le envíen ‘gasfiteros’. “Si la falla es dentro de la casa, su reparación no nos corresponde”, le habían respondido.
Después de tanto andar y con el agua que mojaba sus sandalias, encontró uno, que después de haberse hecho esperar dos días, al tercero se presentó, y tras haber roto casi todo el piso, porque no daba con el tubo, consiguió parar el agua, cambió los tubos y cobró lo que ganarían diez peones juntos. Renegó el dueño, porque luego tendría que poner un nuevo piso, pero se contuvo: “qué puedo reclamar, si con las justas he encontrado a quien resolvió mi problema” (se consoló).
¿Cómo es posible que en un país donde hay tantos abogados, ingenieros, profesores, médicos, contadores y toda una gama de profesionales diversos, no exista la suficiente cantidad de gasfiteros para resolver estos semejantes? ¿Cómo es posible que mis hijos profesionales, uno con seis años de estudios en la universidad (había seguido derecho) y los demás, cinco (ingeniero, contador y profesor), no me hayan servido por lo menos para resolver tan sencilla gasfitería doméstica, y en su propia casa? Irónico, ¿no?
Sería interesante que los profesionales desocupados por miles, estudiaran –no maestrías ni doctorados, porque más adelante, esos altos estudios no les servirán para encontrar trabajo en su especialidad-, sino gasfitería. Bastaría con que coloquen un aviso en la página web, en la radio o en el periódico, haciendo saber su especialidad, y todos los ayacuchanos que andamos padeciendo inundaciones por viejas cañerías, o requerimos instalación de inodoros, pisos, etc., solicitaríamos sus servicios y le sobraría trabajo. Sería una notable determinación. Varios muchachos que hicieron carreras técnicas, o son carpinteros, zapateros, albañiles, por lo menos tienen con qué parar la olla familiar.
El problema está en que el noble oficio del que nos ocupamos, está desacreditado en la cabeza hueca de muchos jóvenes. Todos quieren ser profesionales universitarios, con o sin vocación, y no se percatan que la profesión universitaria está saturada (cada vez menos personas ejercen sus profesiones). De la fama, del prestigio o del orgullo que esas profesiones dan, no se come. Y hay orgullos que, incluso, van dejándose de lado. Por ejemplo, en la profesión del terno y del doctoreo. En lugar de prestigio ‘ilustre’ goza de mala fama. Y viene de siglos. Cuentan que, Carlos I dispuso que en la armada de Pedro de Mendoza no se embarcaran abogados. Cuando le preguntaron por qué, Samuel Johnson respondió: “No me gusta hablar mal de nadie pero sospecho que ese caballero es abogado”. De un gasfitero se habla mal o se habla bien, es cierto; pero no es por el oficio, sino porque la ejerce bien o la ejerce mal. ¿Distinto, no?
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