Necías E. Taquiri Y.
Nuestros abuelos sí que tenían palabra. Sin papeles ni contratos formales, empeñaban la palabra y la cumplían como un valor sagrado e incorruptible. Era palabra que no sólo conllevaba la promesa de su cumplimiento, sino que era el reflejo de una filosofía y una ética de vida. Ahora, kunanqa, ni lo que han firmado ante el notario dos contratistas, digamos, o ante el alcalde, el registrador, dos padrinos y dos testigos juraron dos contrayentes, valen lo que en tiempos no muy remotos bastaba la palabra.
El asunto es que los hombres y mujeres con dignidad, con vergüenza y con conciencia de que son mortales, hagamos guardar coherencia entre lo que decimos y hacemos, entre el pensamiento y la acción, recordando inclusive la enseñanza judeo-cristiana-occidental de que la palabra está en el comienzo de cualquier mundo posible. “Al principio fue el verbo…”, dice el libro del Génesis para concluir que por la palabra es que los creyentes van camino a la transformación. ¿Hinaptinqa, ima supaymi hatin llapa runata, manaña chaytapas yuyanampaq?
Ah, nosotros también, los herederos de los herederos de múltiples culturas indoamericanas, tenemos en los cimientos vasta experiencia de que en la palabra comienza el signo de entendimiento. Por ejemplo para los aztecas –guerreros y conquistadores por antonomasia- la palabra (con el valor supremo de credibilidad y de cumplimiento) estaba en manos de las mujeres y de los dioses, y venía cargada de un compromiso de fuego, porque su incumplimiento podía ser castigado con la muerte. Ahora kunanqa, “palabra de hombre” cacareamos muchos y a la hora de la hora, no llevamos sino falsedad de demagogos (a veces).
Para todas las religiones, la palabra es sagrada, por lo tanto es indiscutible e infalible. Para los científicos también, si bien la práctica debe hacerse en la realidad, la verdad que se diga, su validez, su comunicación o su sistematización, no puede prescindir de la palabra. “Palabra de científico” como extensión de la investigación realizada sobre un determinado aspecto de la realidad.
En las sociedades denominadas modernas, la palabra es un instrumento de debate y signo colectivo. En las reuniones diversas, la palabra –creíble o vacía- es de quien la formula y adquiere su sentido en el contexto en que se formula. Consecuentemente, la palabra conlleva historia, contradicción, diálogo, y es el eje de la comunicación humana. Si bien los hombres son responsables de lo que dicen, profieren o emiten, también los pueblos tienen en la palabra el sustento para la construcción de sus culturas, incluso frente a la tragedia o a la muerte. La palabra tiene poder para restañar heridas y mostrar la realidad, por muy dura sea ésta, cruel o violenta.
Como se habrá entendido la palabra es universal, social, grupal e individual. Entonces, cuando decimos palabra de maestro, palabra de periodista, palabra de policía, palabra de político, palabra de comerciante, de negociante, de empresario, de juez, de campesino, de estudiante, de profesional, etc., estamos refiriéndonos al grado de credibilidad que poseemos los seres humanos cuando pronunciamos una palabra o un discurso. De ahí pues, la credibilidad de cada quien para los demás, va emparentada a nuestra palabra. Los abuelos decían “el hombre por su palabra y el buey por las astas”; ahora se dice “papelito manda”. Nosotros decimos, que en ciertos políticos, ni su palabra, su firma, tienen valor alguno. Son como piedras tiradas en el camino.
En las próximas elecciones (también) la promesa electoral será dicha con palabras, pero su credibilidad o el valor de las mismas, dependerá de quiénes lo digan, como siempre nomás.
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