viernes, 9 de septiembre de 2011

“DESPUÉS DE MÍ, CUALQUIERA”


Necías E. Taquiri Y.

Parece ser que nos hemos puesto anteojeras blindadas a la autocrítica, a la crítica, al viento, a las lluvias, a los demás, en este comportamiento supuestamente ya ‘moderno’. Por eso es que, como dice el dicho, nos fijamos en los defectos de los demás (por ejemplo en su cara, en su ropa, en sus bienes, en sus estrías, en sus fealdades, en lo que sea, finalmente), y olvidamos que nosotros también tenemos iguales o peores defectos (en la cara, en nuestra ropa, en la posesión de determinados bienes, en nuestras arrugas parecidas a las que muestra el sobaco del elefante disecado en la UNSCH).

Por eso es que, cuando alguien asume determinado cargo (de honor, relevante, merecido o sacado en lotería), sea de carácter económico, político, académico, intelectual o deportivo (inclusive), enervados como estamos, envanecidos tal vez o carcomidos por la envidia enfermiza, le damos duro, sin conmiseración –como diría Vallejo, hablando cómo se sentía, en una de sus obras: “le daban duro a César Vallejo”-, aunque ya no sea por el tema específico que se comenta, sino, por cualquier cosa, yéndonos, a lo Tarzán, por las ramas, ya por su forma de caminar, ya por su pasado, ya por su color, ya por su presente o por su futuro que, de pronto, le adivinamos a partir de nuestros prejuicios.

Es decir, hablamos de santidad como si fuésemos santos, a lo mejor tenemos –si hurgamos interioridades- un pasado escabroso; a lo mejor prostituimos convicciones, especialmente políticas, en la arena electoral inmediatamente próxima; a lo mejor sobrevivimos gracias a la bondad de los superiores, que compadecidos de nuestra orfandad, alguna vez nos alcanzó una paja salvadora para que salgamos del fango; o fuimos –antes- unos pobres diablos, que a lo más balbuceábamos 5 letras: amén; y por lo tanto, no tenemos autoridad para darnos el lujo de exigir ‘a los otros’, que sean santos ‘como nosotros’.

Entonces, le hallamos defectos a fulano, zutano y mengano: “no tiene título para ejercer tal o cual profesión”, “no tiene talla para ese oficio”, “está desautorizado o infringiendo la ley” (así en genérico a tutilimundi). Y, ojo, no estamos hablando de periodistas, que para hablar de los hombres y mujeres de nuestra misma profesión (u ocupación) tuvimos 30 suficientes años, hasta ahora, y tendremos otros tantos más, para ‘aprender’ de ellos (de los que se autocalifican de estrellas y de los que para imponer su superioridad insultan, sobre todo en su ausencia, aunque en su cara o delante de ellos se comportan como los súbditos japoneses); que mueven los brazos como marionetas para demostrar que son impecables en el habla y en su dicción; que tiran los papeles hacia las cámaras, en ‘señal’ de que con esos papelitos se pueden limpiar… (¿las babas?); que preguntan a borbotones e interrumpen respuestas o las cortan con otras, si no les conviene, sin permitir que terminen la idea; que se ponen rojos de ira cuando les dicen sus verdades, o se ríen cachacientos, ninguneándolos, por ser supuestamente ingenieros, médicos, contadores, profesores, biólogos, según ellos incapaces, ‘que no saben nada’, ‘que no leen’, ‘que no estudian’, etc. ¿Cómo saben que no saben esos profesionales, si como periodistas no están en condiciones de calificar profesiones que tampoco son suyas?

Pero, estamos hablando del tipo de personas en que nos hemos convertido casi todos, incluyéndonos nosotros, y a lo mejor a la cabeza, por tener accesibilidad a los medios, y micrófonos a nuestra disposición, cuando lanzamos opiniones sobre los demás, sin el mínimo reparo de que nuestras ‘víctimas’ pueden ser cabeza o corazón de familia, hijo, hermano, madre, padre, nieto o abuelo, y que de su éxito o fracaso social dependen moralmente otros miembros de esa familia; porque, después de haberles llamado ladrones, corruptos, cómplices, inhumanos o abusivos, equivocadamente, aunque pidamos mil disculpas por tamaña bravata, luego que el tiempo y la razón nos hayan enrostrado que exageramos, que ‘sensacionalizamos’ en nuestros complejos cojudos de Juan Sin Miedo, James Bond o Cazacorruptos, no habrá forma de subsanar el daño que causamos a los inocentes, especialmente terceros, si son niños, madres o esposas de los que fusilamos verbal o públicamente, por solamente habernos provocado encono su comportamiento diferente al nuestro. Genocida es Fujimori porque está probado y comprobado; pero, ¿terrorista es Pizango porque así lo considera el busto parlante y tú lo repites a diario a cambio de un centavo? Diferencia, hijo, diferencia.

Y, es que, para ser malévolo no es necesario poseer un título profesional o dos, o tres, o cinco maestrías. Así como para ser una buena persona, humana, noble, sincera, leal, solidaria y laboriosa, tampoco son necesarios determinados estudios. Lo que nos hace superiores o inferiores, solidarios o miserables, en todo caso, es la educación que recibimos en la casa, la escuela o el colegio, con padres y maestros que nos inculcaron un comportamiento limpio, un actuar recto, consecuente y longitudinal, durante toda la vida. Nuestra superioridad humana, se lee, se muestra, en el mercado, en la calle, en la oficina, en la mesa familiar, en el deporte, en la academia, en el campo y, aun, en la desgracia. En ninguna circunstancia hace falta que para ser hombre con todas sus letras, poseas todavía un cartón o que ensordezcas con autobombos. Esto último está bueno para los mediocres o para los sostenedores de esta engañosa y mercantilizada acreditación. Todo esto, por si acaso, para ir viendo el asunto por completo, y para ir distinguiendo a los criticones, criticastros y chismosos, también, por completo. La crítica es otra cosa.

1 comentario:

Walbedri dijo...

Totalmente de acuerdo con usted maestro; hay mucho por recorrer en la construcci´on de una ciudadania que sume o multiple, no que reste o divida.