martes, 20 de septiembre de 2011

FUNCIÓN CRÍTICA DE LOS INTELECTUALES

 Necías E. Taquiri Y.

Se considera intelectual a todo aquél que “atrae” por su intelecto, subyuga, seduce y escandaliza –en cierto modo-, porque tiene, efectivamente, un pensamiento impugnador de todas las circunstancias o acontecimientos llamados normales, sea de carácter nacional o internacional. En el decurso de los años, desde que el hombre vive en sociedad, se ha mostrado como esas “voces eternas de los pueblos” o como el gallo del amanecer que canta sin cesar, chiripipas, wayrapipas, con el viento o con la helada, sin apagarse nunca, con visión reveladora y ese don de ver lo que otros, no.

En ese sentido, casi sistemáticamente se consideran intelectuales a los “creadores de la belleza”, “pensadores sociales”, “filósofos”, “teóricos sociales”, “periodistas críticos” (así entre comillas, porque entre todos sus colegas existe un ‘algo’ que los distingue como tales y los aparta de los comunes), con la precisión de que no son intelectuales “los técnicos” o “los esclavos” de una función determinada en la máquina que se adapta al sistema, sino solo los que se rebelan, los que osan contradecir la realidad existente con un universo alternativo y nuevas opciones.

 Por ello, cuando se habla del intelectual y su relación con el poder de turno, suele afirmarse que es un drama, y cuando no una tragedia, porque más allá de las conductas personales que puedan mostrar los intelectuales que hacen de asesores, de organizadores, de mentores o de referentes, éstos se encandilan en un problema no tanto de conductas personales sino de concepciones filosóficas. Ya que mientras para los tiranos el poder es un fin en sí mismo, para los intelectuales que mantienen su condición de tales, es apenas un medio para poner en práctica el cambio y las nuevas ideas. Situación que obliga a los tiranos a no concordar con los intelectuales o a convertirlos en máquinas que se acomodan al sistema, cual guardianes de realidades establecidas. Los que se acomodan y se quedan dejan de ser intelectuales y los que son expulsados, salvan su intelecto y su condición de intelectuales. Ese es el parámetro.

Ejemplos vivos de esa ‘des-intelectualidad’ los hemos visto en periodistas críticos convertidos, de pronto, en congresistas (no por serlo, sino por haberse puesto al servicio del sistema); en autores de libros comprados, ‘letras y todo’, por alguna empresa editorial que produce manuales en serie y con firma oficial; en artistas plásticos que se dejan engullir por corrientes posmodernas que venden manchas sin forma en marco de oro; en investigadores universitarios que abandonan sus cuitas, pesquisas e hipótesis a cambio de un ‘práctico’ y reglamentario oficio de decano de facultad o de rector; en filósofos que arrinconan en un café burgués sus divagaciones para alejarse, lo más distante posible, de la realidad; y, en conclusión, en todos aquellos que renuncian a la función crítica que tiene todo intelectual para pasar a ser común. Es que, “el que no choca con el tirano –de barrio, de escuela o de facultad- ya no es intelectual sino pieza, engranaje, resorte, cosa”, el intelectual es libre pensante y creador nato, no puede ser como los demás, aunque por sus apariencias o por su trabajo, comparta el mismo piso, el mismo ambiente o el mismo mundo.

Su papel, el del intelectual, es intelectivo; su ficción de comportamiento es adorable por la libertad que se da, primero a sí mismo, para no sentirse ni para no moverse como el borrego. El intelectual no se desdobla ni tiene dobles roles o aspiraciones paralelas, menos arribistas. El que deja plumas, críticas, observaciones, denuncias o sueños de cambio, para ascender a un carguillo común, es, en su engañoso desiderátum con relación a su yo poder y su yo intelectual, un eterno renegado de esto último: yo intelectual. Su actitud es, por tanto, sibilina, alcahuete, con relación al poder. El falso intelectual o el seudo intelectual es –hablando con modernidad- algo así como un ordenador: “siempre a disposición del que está de turno”, una especie de ficha manejada con mínimo esfuerzo y hasta de manera displicente a favor de cualquiera o de todos los poderosos de turno. Que diga después “yo no estoy al servicio de nadie sino de la institución”, lo pinta de cuerpo entero su condición de intelectual, en su real catadura, porque es como si dijera que no se ha dado cuenta aún (un intelectual), que está al servicio de quien dirige doquier institución, que no es amorfa, insípida, inodora, estática ni apolítica de por sí, sino de quien la representa y hace de autoridad o tirano, de quien imprime su política.

 Para los falsos intelectuales (poetas, periodistas, filósofos, teóricos sociales o lo que fuere, de por vida, y no por momentos, como los saltimbanquis de cargos tras cargos) que siempre están pateando con los dos pies en todo, como los homosexuales, Maquiavelo es su sempiterno mentor: “a disposición del poder”, “de fácil acomodo”, “sacrificados por la institución”, (‘nada con el tirano, susurran’ y no engañan ni a sus almas).

 Con todo esto no pretendemos quitar méritos a todos los intelectuales (que sería como quitarnos méritos a nosotros mismos), sino que habiendo conocido a muchos, por ejemplo en la arena intelectual y por los cargos que se quitan por doquier, en cualquier instancia, renunciando a sus reales condiciones de trabajadores del intelecto, hemos comprobado que, por eso mismo, por su mediocridad e incapacidad, en tantos años de funcionarios (vaya que el término es una ofensa para el intelectual nato), nunca fueron capaces de incidir en el cambio que tanto pregonan. Es que pensaron primero en sus comodidades personales o familiares, luego en su intelecto pospuesto, para disimular. Pobrecitos, tal vez ellos mismos no se den cuenta del fenómeno que les envuelve, pero esa es la diferencia entre unos y otros intelectuales, en su relación con el poder (a propósito de su cacareada campaña de porque “he sido todo esto, merezco ser rector).

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