Necías E. Taquiri Y.
Cuando escuché a un fulano decir que ‘todos los periodistas’ tienen precio y que, por lo tanto, era fácil comprarlos, o sea mercantilizarlos; atiné a retrucarle frontalmente, con una sola pregunta: ¿todos? “Excepto usted”, aclaró.
Y es que el periodista puede juntarse con ‘todo el mundo’ (a veces con el alcalde que devino en el peor de los que tuvimos; con el policía que nos coimeó, por estacionar nuestro vehículo en zona restringida; con el médico del seguro -que de eso no tiene ni pisca-, ya que asusta y maltrata a los pacientes; con el contrincante político, profesional o deportivo, etc.), sin que ese ‘coyuntamiento’ signifique compartimento de ideas o acciones, en honor a ese famoso pero certero dicho: ‘juntos pero no revueltos’.
En cuanto al ‘precio, ciertamente lo tenemos todos, pero no monetarios, necesariamente, y tampoco como dicen en la muletilla ‘para ser comprados o vendidos con un contrato publicitario’. Y, menos para silenciar nuestro pensamiento, nuestra posición y nuestra libertad de crítica. Nuestro precio está adscrito al requisito del respeto que nos tenemos y tenemos a nuestros principios, y consecuentemente negociables al mandato de los altos valores morales que nos enseñaron en casa, a punta de ejemplos y constancia vital.
Entonces, al asumir que tenemos este tipo de ‘precio’, nos diferenciamos de la condición de objetos que acaso otros se atribuyen por sus actos. Por eso, cuando por escribir en un periódico local durante mucho tiempo, y creían que por eso nos habíamos ‘ganado la lotería’, irónicamente les decíamos: “¿solamente la lotería?, de ninguna manera, nos ganamos millones de amores ayacuchanos en tan solo 30 años de periodismo”.
Fue cuando -durante el gobierno de Fujimori, y después en el ‘apranato’-, nos mandaron ‘flores andantes con minifaldas’ que dejaban al descubierto gruesas piernas sosteniendo cuerpos voluptuosos, con el mensaje obvio de que les vendamos nuestra línea editorial, ¡un amor más!, seguramente, ya que los remitentes habían entendido que nos referíamos a ese tipo de ‘amores’, como que nos gustaba, e íbamos a caer en la gran trampa.
Tuvimos que explicar que, los amores ayacuchanos que habíamos ganado pertenecían a ese tipo de amor, de valor o precio muy superior: el amor de las madres que trabajan en los mercados, por ejemplo; el amor de los obreros que luchan a diario y ponen en práctica sus principios proletarios; el de los campesinos más pobres que te ofrecen lo mejor de sus potajes, en señal de desprendimiento; el amor de los estudiantes que te dicen ‘háblenos de estos temas’; es decir, el amor del pueblo que no tiene parangón y está por encima de todos los amores…, a esos amores nos referíamos.
El precio de los periodistas se mide en valores, conductas, normas, límites, barreras, etc., de acuerdo al nivel de conciencia que aprendimos a forjar. Si no lo tuviéramos (esto es, ni ‘valiéramos’), seríamos pues inservibles, depreciados, manipulados. A nadie le gusta ser así en una sociedad. Aquí no vale la ley de oferta o la demanda ‘de conciencias’, y si cantidades pedimos, o calidad, vale más, incluso en esta sociedad neoliberal, lo que tú hayas hecho o dejado de hacer en beneficio de los demás.
Por eso, el que un periodista pise palacio o pise barrio, barro o alfombra, viva en suite o en cabaña, por razones de trabajo, por ganar experiencia, por curiosidad o por investigación participativa o investigación acción (a lo Fals Borda), no le convierte en mercancía, porque el periodista vales integralmente por lo que fue, es y será, por sus indeclinables principios, así te echen barro los que no entienden de principios, o los que pueden otear desde su chatura solo la punta de sus narices.
Ahora, si a pesar de lo dicho, existen periodistas que se vendan por un trabajito o por un contrato de publicidad, allá ellos, cada uno con su conciencia, y que se pongan en el pecho el logo de ‘mercancía’, pero que a los demás no nos embarren considerándonos sus iguales, sea por la carnecita o por los huesitos, ya que frente a esa lacra somos ‘vegetarianos’.
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