Necías E. Taquiri Y.
Convencidos de que la corrupción campea en todas las esferas de la sociedad, como hija predilecta del neoliberalismo, por lo que hay que luchar contra ella, incluyendo a los que hablando mal de la corrupción no dejan de corromperse para triunfar en este mundo capitalista, también hay que empeñarnos en detener –en doquier lugar nos encontremos y en cualquier institución que se presente, la sumisión de los hombres ante otros hombres con más poder y con más influencia, dado a que sin sumisión, sin la colusión de terceros, la corrupción estaría con las horas contadas.
Porque resulta ser que, a estas alturas de la modernidad, de la democracia pintada como el mejor sistema por todos sus costados, la sumisión persiste. Eso equivale a afirmar categóricamente que los tiempos de esclavitud no se han ido, y que se han asentado ahí donde hay un amago de líder, mañoso, mafioso, tendencioso, procaz, ocioso, malévolo, que sabe coger al débil mental, al carente de carácter y dignidad, justamente por sus necesidades para mantenerlo esclavo.
Los corruptos –entonces-, para ir entendiendo la red compleja, subsisten no sólo porque unos cuantos congéneres suyos actúan asociados para sacar provecho del mínimo cargo, en la mínima oportunidad, sino porque también mueven dinero. Con ese dinero, el vasallaje no solo disminuye en concordancia con el avance de la ciencia y la tecnología, sino que aumenta, se incrementa y amenaza con contaminar aún más a la sociedad.
En una institución cualquiera o en un negocio, incluidas las beneméritas empresas, que por supuesto cuentan con un jefe, un gerente, un director o un propietario, digamos –hipotéticamente-, de cada diez, ocho son sumisos, expertos en inclinación de la cerviz, en la cacofonía del amén, en levantar el brazo para votar como les han indicado los capataces (que son otros sumisos, solo que más próximos a los amos), con distintas justificaciones como que ‘son del grupo’, que deben guardar fidelidad al que supuestamente les da de comer, trabajo o sueldo (que significa incomprensión de la valía de su trabajo y que es con su trabajo que los ‘empresarios’ engordan); que al jefe se le debe obediencia o con garantía de que si no se comporta así, lo van a botar a patadas.
Por lo tanto, cueste lo que cueste, con esta elemental toma de conciencia, todos, debemos detener la sumisión. Parar la lepra, como sea. Como esas señoritas estudiantes de 13 a 14 años, de la IEP Nuestra Señora de las Mercedes, que desde esa edad y con una madurez extraordinaria del caso, les dijeron la vela verde a los gobernantes o a los candidatos a gobernantes, el año pasado, de la mano con su profesora, haciéndolas entender el pensamiento del Amauta. ¿Se acuerdan? De lograrlo, estaríamos quitándoles el negocio a los dominadores y aniquilando a los que, gracias a los sumisos, los cómplices y los mediocres, que hacen de la corrupción su mejor recurso de empoderamiento social.
Es hora de que, por ejemplo en la Universidad, el Gobierno Regional, las Municipalidades y hasta en los colegios de la educación básica, esa multitud de personas dejen sus ataduras, que rompan las cadenas. Y, haciendo tripas corazón, por la dignidad de sus hijos o sucesores, no permitan que les incluyan en la técnica fácil pero enriquecedora de la compraventa de conciencias, a la que nunca debieron acceder. No se dejen utilizar como prostitutas, alfombra o bayeta. Así podrá destruirse el virus de los viciados poderes y quitarles el negocio a los comerciantes sin escrúpulos. El ser humano no se compra ni se vende. Ningún ciudadano es un producto de mercado, ni debe prestarse a ser juguete de un escenario de dementes. La sumisión es uno de los problemas políticos, sociales y económicos urgentes vinculados al proceso de globalización, que debemos atajar de manera inmediata. Nos merecemos ser personas, no cautivos; hombres, no esclavos.
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