El individualismo engendrado por el neoliberalismo en la conciencia de los hombres de nuestros tiempos (no en todos los hombres, pero sí, lamentablemente, en cantidades cada vez más crecientes), lleva a que, cada quien, a lo sumo, piense y se preocupe únicamente en su persona y, en el mejor de los casos, en sus hijos, para quienes realizan ingentes actividades especialmente laborales, a fin de dotarles alimentación, vestido y, ahora último, una profesión.
Para ese tipo de personas –supuestamente modernas, filosóficamente existencialistas y cínicamente prácticas-, no existen otras personas, no existen pueblos, sociedades o países, cuyas necesidades les importen tanto como les desvive la alimentación personal, el trabajo personal, el bienestar personal o la felicidad personal.
Hay padres de familia que, por ejemplo, se consideran responsables, realizados y bendecidos, tanto por su conciencia como por la sociedad, cuando lograron que sus hijos han obtenido un título profesional (de ingeniero, abogado, administrador, biólogo, médico, obstetra, profesor, etc.), con el criterio todavía válido de que la mejor herencia es aquella que se deja en la cabeza o en un cartón; o cuando hayan organizado un negocio relativamente rentable (restaurante, bodega, tienda de fotocopias, una línea de transporte, un puesto comercial en el mercado, una radioemisora, etc.), porque pueden vivir de sus ganancias, como viven los lustrabotas del parque de lo que juntan sacándole el brillo al calzado de los clientes.
Esos padres, sin embargo, si tuvieran una visión que trascienda la figura del árbol que se les pone en frente, rozándoles las narices, no podrían sentirse realizados ni morirían felices, habiendo comprendido que a medida de cómo va envejeciendo, les van naciendo nietos, cuyos destinos ocupacionales son inciertos, porque ahora mismo los jóvenes profesionales de nuestros países no tienen ocupación, trabajo o empleo; entonces, los que vengan después, entre ellos sus nietos o los hijos de sus nietos, vivirán en condiciones mucho más desventajosas o tal vez inhumanas, de lucha fratricida, de violencia, por ocupar los pocos espacios que queden en adelante.
Un informe presentado recientemente, con motivo del Día Internacional de la Juventud, avalado por Naciones Unidas, centrado en la revisión de los Objetivos de Desarrollo del Milenio, ha puesto de manifiesto una estadística escalofriante: 45% de jóvenes desempleados entre 18 y 29 años de edad, que significa 63 millones sin empleo. “En muchos países de la región, la crisis no ha hecho otra cosa que agudizar las situaciones sociales ya adversas para el desarrollo juvenil: pobreza, desigualdades, desempleo, invisibilidad de sus aportes” (informe: “La juventud en Iberoamérica: tendencias y urgencias“, elaborado por la OIJ y CEPAL).
De modo que, aceptar que está evidenciada la prematura cesantía de la juventud, en el sector productivo estatal o privado, debe preocuparnos a los adultos de estos tiempos, máxime si estamos ubicados en sectores o posiciones socialmente relevantes, para que dejándonos de individualismos a ultranza, que no son sino egoísmos para con nuestros sucesores, optemos por destruir, eliminar, desaparecer de la faz de la tierra a este modelo inhumano que asegura el bienestar de unos cuantos, hasta sus últimas generaciones, a cambio de empobrecer cada vez más a las grandes mayorías, también hasta sus últimas generaciones. Eso significa escoger en cada proceso electoral a gobernantes que sientan sincera repugnancia contra el neoliberalismo, así no sean necesariamente socialistas, que ya sería mucho pedir en las actuales circunstancias de casi una absoluta desideologización, antes que asegurar el bienestar nada más que de nosotros mismos. Para esos fines, son buenas las revoluciones, son opciones relativas las elecciones y son benditas las acciones solidarias, colectivistas (aunque nos cueste entenderlo o aceptarlo).
Los logros empresariales que nos han metido los capitalistas (neoliberales) como panaceas, son beneficiosos para los individuos o determinada cantidad de familias; pero, no todas las familias pueden ser empresariales, ni todos pueden ser empresarios particulares. Las empresas tienen que ser colectivas en el funcionamiento y en el reparto de los beneficios. Esto último vendrá con un nuevo modelo (el socialismo); antes, imposible.
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