“La Universidad es lo que escribe”, dijo un ex rector sanmarquino en una de sus visitas a la Tricentenaria Universidad de Huamanga. En manos tenía el hermoso libro del Dr. Efraín Morote Best, con sus memorables discursos pronunciados luego de la reapertura, considerada como toda una filosofía de vida para los que llegaban a dirigir una institución de ese nivel y se entregaban totalmente a la construcción del futuro, despercudiéndose hasta de sus asuntos personales y familiares. Ahora, la cosa es distinta: quienes llegan a los más altos cargos, por suerte, elección o asalto, se despercuden de todo, menos de sus intereses personales, familiares, grupales, como venimos sosteniendo a lo largo de varios años de periodismo.
En los mismos términos, aunque en circunstancias más grandes, se dice que el hombre no vive del todo realizado, mientras no tenga un fruto escrito que mostrar. Pero, escritos suyos, añadimos nosotros, acuñados por el autor, en lugar de la plajera publicación de dos, diez o veinte ‘escritos’, con artículos, pensamiento y contenidos ajenos; –pues- el que no ata una oración ni comprende de escritura, cómo podría sostener que siquiera la introducción es suya.
Lo decimos en esos términos –autocríticos, sinceros y tal vez avergonzados-, porque hasta el momento aún nos falta ese prerrequisito; no obstante haber acumulado suficiente material propio, palabra tras palabra, artículo tras artículo, corrección tras corrección, desde hace mucho tiempo.
El refrán popular dice que “el ser humano completo no lo es hasta no escribir un libro”; lo que nadie nos dice es ¿qué clase de libro debemos escribir? y cuál debe ser su trascendencia, no sólo en nosotros sino en el medio externo, en la comunidad intelectual y social. Porque ahora, todos o muchos se creen escritores o poetas, por haber alcanzado unos cuantos borradores de unas cuantas líneas -denominadas versos- a determinada imprenta por una cantidad determinada de dinero, sin evaluar, ni avaluar la obra como lo haría una editorial nacional o internacional de renombre, que cuenta con un departamento de redacción, análisis, corrección y aceptación o rechazo de la misma.
Los autodenominados poetas o los autoconsiderados literatos escriben excentricidades, frases inconexas, sin forma, ni fondo, sin principio, ni fin, sin signos de puntuación, “poemas” anodinos que hasta llegan a ser soeces y prosaicos, más parecen ser bosquejos, lluvia de ideas, difícil de entenderse en castellano e imagino que casi imposible ser traducidos a otros idiomas, sin pisca de ideología, sin posición y sin luz, lo que hacen es aborrecer a los lectores y hacer odiar –indirectamente- la buena o auténtica lectura.
Estos artistas supuestamente “nuevos”, “modernos” o “posmodernos”, justifican su mediocridad manifestando que “así es el arte contemporáneo, la literatura contemporánea”. Y a los que no le creemos el cuento, porque nuestros maestros de primaria nos ha enseñado a distinguir la literatura de la pseudo-literatura, la literatura del lenguaje común o vulgar, no merecemos su estimación, porque somos herméticos y anticuados, según ellos; sin embargo nunca podríamos compararlo con las obras de da Vinci, Klimt, Frida Kahlo o de escritores como Vargas Llosa, Juan Rulfo, Gabriela Mistral.
En conclusión, el arte ya no es el mismo, la literatura tampoco, se ha convertido en un mutante de lo que un día fue una exaltación suprema de los sentimientos y realidades de una persona con un don innato o adquirido. No es la plata, no es el tiempo, no es la voluntad, aquello que determina la cualidad de escritor, sino la pasta, la trama, la calidad, la vivencia y la capacidad de reflejarlo con palaras bien hilvanadas, con belleza, con motivación y con fe.
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