Necías E. Taquiri Y.
Resalta
en el trabajo de los periodistas (que consiste principalmente en alcanzar
informaciones y luego analizarlas, a veces con aires de grandilocuencia y
superior conocimiento) el listado de acciones de corrupción, del
narcoterrorismo, asesinatos de cónyuges, suicidios, asaltos de carretera, robo
de bienes del estado, violaciones sexuales, maltrato de funcionarios, toma de
locales y una gama de ‘malas noticias’ en detrimento de las buenas, con el
prurito de que ‘si no son malas, no son noticias’ o que ‘las buenas noticias no
se pueden escandalizar’ y no tendríamos qué vender o cómo ganar audiencia. “A
la gente le gusta el escándalo y eso es lo que hay que darle”.
Entonces,
la gente mentaliza (por el fenómeno de la persuasión) que todo está mal y no
hay nada más que hacer, salvo rajar y rajar, insultar, generalizar, maldecir y,
en medio de la confusión, a ‘susurro público’, insinuar que ‘quedamos solo
nosotros (los periodistas puros, pues) como los únicos salvadores, por lo
tanto: voten por nosotros en la próxima campaña electoral o por quienes nosotros
indiquemos. Lógica diabólica, pero lógica al fin.
Ese es
el refugio que los malos comunicadores quieren para su público, un refugio –en
sí- basura, apoyado por los hombres y las mujeres desideologizados que a veces se
acurrucan en la prensa deportiva para evadir esta realidad tan mala, triste, llena
de desocupación, maldades, delincuencia, corrupción, envidia, asesinatos,
raptos, hambre, enfermedades terribles y violaciones. “¿No ven que el mundo
está mal y lo que nos queda de vida, hay que vivirla amargamente matando
nuestras penas en peñas, discotecas, estadios y borracheras?” “¿Para qué hacer
esfuerzos por cambiar esta sociedad, si no vale la pena?”
Lo óptimo sería darle a
la gente las mejores noticias, las que construyen su personalidad. Es decir, a
parte de las malas, las buenas noticias: la construcción de una carretera, la
irrigación que avanza, la biblioteca que se inaugura, el campeonato de los
chicos de una escuela, el retejado de un local municipal, la limpieza pública
en el barrio aquel, la faena de una facultad por mejorar su presentación, la
sustentación de una tesis con temas educativos, la adquisición de una
computadora para cien alumnos de aquella escuela, la venta de papa nativa en
mercados locales, la solidaridad de la gente que tiene un poco más para con sus
conciudadanos, la hazaña de un pueblo pequeño que llevó agua a sus chacras
utilizando cabuya para hacer puentes, ¡hay tantas noticias buenas!, como para
decir que el mundo no está tan mal, que digamos, y que siguiendo ese camino podemos
mejorar nuestra situación.
¿Por qué ser negativos,
pesimistas, mal agüeros, sensacionalistas o amarillistas, si podemos ser
positivos, optimistas e motivadores del cambio, a partir del entendimiento
dialéctico de que todas las cosas del mundo tienen su lado negativo, pero
también lo positivo y que de esto último podemos valernos para no morir sino
triunfar?
Tiene mucho que ver lo
que hacemos los comunicadores. Lo que decimos, cómo lo decimos, con qué
intenciones, con qué frecuencia, con qué tonalidad, con qué estilo y sobre
todo, con qué periodicidad. Eso cala: educa o deseduca, informa o desinforma,
construye o destruye, optimiza o resigna, incentiva o desanima.
No es cuestión de gritar
y gritar, de insultar y generalizar, de envenenar la mente de los oyentes, por
el fácil argumento de "hay que darle a la gente lo que le gusta, el
entretenimiento light y basura, las intrusas ‘tertulias’ con alto nivel de
crispación y morbo para elevar sintonías”.
Si bien los periodistas
tenemos la necesidad de conocer la realidad para proponer cambios, y denunciar
abusos de poder, casos de corrupción e injusticias sociales, también es
fundamental que sea previo contraste. Dar a conocer actos de corrupción de uno
o dos, para luego afirmar que todos son iguales, sin haber cumplido esos
requisitos no tiene sino un nombre: periodismo basura, irresponsable,
incendiario y provocador a la mala, sin atisbo de mejoramiento de la sociedad.
Una sobrecarga de denuncias sin propuestas alternativas es peor que la no
denuncia, porque provocar efectos similares a la violencia. Lleva a decir: "todos
son iguales, no hay nada que hacer, si ellos roban, entonces yo también”. Se
banalizan la corrupción y la violencia.
La tendencia mediática
–que, por supuesto, es innegable, existe, se impone en estos tiempos- debe sin
embargo, cambiar. Solo así ayudaremos a entender que otro mundo es posible, que
no todo está perdido. Ahora, si a pesar de esta reflexión científica y
profundamente filosófica, seguimos pensando que lo malo impera, entonces,
cojamos cada uno la soga corrediza y matémonos, ¿para qué vivir si este mundo
está podrido?
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