Necías E. Taquiri Y.
Ahora que van a reiniciarse las clases, luego de las
vacaciones, permítasenos felicitar a los buenos maestros que vuelven
predispuestos a dar lo mejor de sí a favor de sus alumnos. Luego, y muy
respetuosamente, sugerir a algunos colegas que, tal vez cansaditos ya de haber
trabajado sin haber logrado fortuna, o de no haber construido palacetes, a fin
de que, si van a seguir haciendo docencia, no descuiden su responsabilidad, que
vuelvan a sus fueros más íntimos, esto es, a su vocación de enseñanza, y se
alejen de esos vicios metodológicos supuestamente modernos, que en los hechos
no funcionan.
Nadie está planteando –ojo- que los maestros volvamos a
práctica de la educación mecánica y puramente tradicional, ni mucho menos;
pero, cuando observamos que luego de una introducción maravillosa que preparan
ciertos maestros para el primer día, luego proceden a la consabida distribución
del contenido de la asignatura entre sus alumnos, para que éstos investiguen
por su cuenta, individual o grupalmente, y por turnos vayan exponiendo ante sus
compañeros lo que han investigado, nos da la sensación de que a esos maestros
se les paga únicamente por la clase introductoria, con razón, y luego vanamente
por asistir a escuchar las clases de sus alumnos.
Nos dirán que así es pues la educación moderna o la
educación constructivista que recomiendan los teóricos más adelantados de la
pedagogía; que así es como trabajan actualmente los profesores de Finlandia,
Argentina, Cuba, Francia, España o los Estados Unidos. Que son los mismos
muchachos los que ahora deben de encargarse de la búsqueda de libros, de su
lectura, de resumirlos, de exponer en competencia y de discutirlos, porque así
es como construyen sus propios aprendizajes.
¿Y qué hacen los maestros modernos? Pues, nada. Perdón,
perdón, sí hacen muchas cosas: se sientan cómodamente en un rincón del aula,
observan bostezando o dormitando cómo exponen sus alumnos, qué materiales
utilizan durante su exposición (hay quienes exigen y hasta obligan el uso de
las computadoras y proyectores durante sus exposiciones, para demostrar que ya
estamos en el 2012, actualizados, y no en 1900), comentan sobre lo expuesto,
critican, felicitan o cuestionan la calidad de las exposiciones, se ponen muy
serios a veces o muy complacientes, según cómo se encuentren anímicamente en
esos momentos, de acuerdo a cómo les vayan también sus relaciones con la luna
y, oh labor de labores, califican; mejor dicho, ponen notas. ¿Hacen mucho, no?
Este es un vicio, o una desviación de la metodología de la
enseñanza moderna observada con demasiada frecuencia en escuelas, colegios,
universidades y estudios de post grado, que en salvaguarda de las originales y
siempre vigentes funciones del profesional de la enseñanza, debería de
corregirse o limitarse con urgencia, por cuanto está convirtiendo a nuestros
profesores –otrora estudiosos y preocupados por preparar sus clases a diario-
en virtuales ociosos o en improvisados y hasta cínicos personajes que se hacen
del oído sordo cuando sus pobres alumnos les preguntan el cómo o les exigen
asistencia permanente.
“Acabo de terminar una asignatura en la maestría de una
universidad –nos decía un estudiante de post grado- y francamente no he
aprendido nada, lo que es, absolutamente nada del profesor. No sé por qué le
pagamos tanto, por cuanto nosotros sostenemos esos estudios. En la clase
introductoria se llenó de halagos para consigo mismo; nos contó acerca de los
países que había visitado merced a que lo habían invitado porque es un gran
literato (o poeta, o algo así), que en esos lares la vida es así o asá, y que
aquí estamos descuidados porque aún no nos incorporamos aún a la aldea global.
En un curso donde teníamos que aprender cómo se siembran papas, ollucos y camotes,
se dio el lujo de hablarnos de sus versos, de valores morales, de prístinas
acciones, para luego obligarnos a exponer temas que sacamos de viejos y hasta
desfasados textos, con la única particularidad de que tuvimos que hacerlo
utilizando computadora y proyector”.
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