Necías E. Taquiri Y.
Con el título de
“El hito de Watergate”, nos recuerda el colega Patricio Quevedo, un hecho que
ocurrió en el primer mundo, cuando durante la noche del 17 de junio de 1974, el
guardia de seguridad, Frank Willis, descubrió en una de sus rondas que cinco
hombres habían penetrado subrepticiamente hasta las instalaciones del hotel
Watergate, localizado en la capital estadounidense, y dio aviso a la policía.
Nadie podía adivinar entonces las implicaciones que el caso llegaría a tener
para la política de Estados Unidos, la vida del mundo y la trayectoria del
periodismo investigativo. Lo replicamos con gusto pedagógico.
Por entonces estaba candente la campaña
electoral previa a los comicios presidenciales de noviembre. La contienda
estaba planteada entre Richard M. Nixon (republicano) y el candidato del
Partido demócrata, George McGovern. Los adherentes de este último habían
alquilado el hotel y allí habían instalado las oficinas de la campaña
proselitista.
A su vez Nixon estaba próximo a culminar el
primer período de su desempeño presidencial y en él había logrado éxitos
importantes sobre todo de política internacional, ayudado como es justo
reconocerlo, por su ubicuo secretario de Estado, Henry Kissinger, quien había
mostrado sorprendentes iniciativas como la aproximación de Estados Unidos y
China Roja, lo que alteraba la bipolaridad que antes distinguía a las
superpotencias atómicas, con la Unión Soviética todavía muy preponderante.
Pero entonces llegó el oscuro asunto del
atraco a Watergate y comenzaron las investigaciones: los descubrimientos se fueron
dando con la misma fatalidad que distingue a las tragedias de la literatura
griega. Se puso en evidencia que no había ocurrido un simple asalto de ratería
común y corriente, si no que los hilos se prolongaban mucho más, hasta el
propio Salón Oval, como se le llama al despacho del primer mandatario.
Gracias a minuciosas averiguaciones de dos
periodistas de The Washington Post, Carl Bernstein y Robert Woodward, se
encontró que Nixon solía grabar las entrevistas con sus colaboradores y el
cerco fue estrechándose cada vez más, hasta que el Congreso inició el
procedimiento para destituirlo -como solo había pasado una vez con Andrew
Johnson, sucesor de Lincoln en la Casa Blanca-.
Este momento -8 de agosto de 1974- Nixon
decidió renunciar, siendo reemplazado por el opaco Gerald Ford, aunque por
superlativa ironía había ganado la reelección con una cifra sin precedentes de
votantes.
De esta suerte y con un asunto espectacular,
se demostró una vez más las virtualidades de la prensa libre; dentro de ella,
del periodismo de investigación honestamente conducido, así como el servicio
que presta a la comunidad nacional, a la depuración de las corruptelas que tan
frecuentes son en el ejercicio del poder y al mantenimiento de los principios y
los valores que dan sentido a la trayectoria ejemplar e histórica de los
pueblos.
En cambio, las brujas chismosas que todos los
días hacen la labor de ese animalito de chacra llamado “acatanqa”, que también
se conoce como el escarabajo, por sus ‘labores’ casi exclusivas de revisar excretas,
autodenominándose independientes y vivir su periodismo con el hígado,
insultando todos los días a la persona, porque lo vio en el baño limpiándose el
trasero con un periodicucho, no prueban nada, no demuestran corruptelas, no
respetan principios ni aportan nada, salvo hiel y veneno en cada frase. Eso no
es prensa independiente, sino dependiente del morbo, de la insania y de la
maldad. Hay que saber distinguir, y de la historia aprender.